PUTUMAYO, COLOMBIA
2016

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Mairé Okasiké

(el que nos ha dejado en este mundo)

La selva. En la selva fueron dejados los Siona, los Kechwa y los Awa, a orillas del río que nace donde crecen las plantas, cuyos frutos son usados como vasijas. Fueron acogidos en los rebordes de su cauce y abrazados por el pletórico follaje. Habitan desde entonces (desde lo más remoto del tiempo que no es tiempo) un mundo dentro del mundo: floresta incógnita, colmada de misterios, cargada de sabiduría. Mundo-selva arcana para los ojos del extraño.

Y fue allí, en esas entrañas, que una mujer de piel blanca (casi traslúcida) y ojos de mar caribe osó transmutar el sentido de lo quimérico. Decidió habitar y ser habitada por los inconmensurables verdes que la selva regala; optó dejarse convivir entre las infinitas nervaduras de sus hojas; aquellas que danzan sin fatiga al son de la densidad del aire amazónico. Es que la selva fascina y extraña los sentidos del que no lleva ni esos verdes, ni esas nervaduras en su piel. En cada intersticio de su cuerpo.

Agustina Lallana (dejada en Córdoba, Argentina) eligió Colombia como su hogar y, por esa siempre inefable pronunciación del azar y de la necesidad, se estableció por más de un año en las cercanías del Resguardo de Buena Vista y San José de Wisuya en la región del bajo Putumayo.

Si bien sabía que en este territorio sería (siempre iba a ser) la radicalmente otra, no se detuvo.  Será, tal vez, porque quien se (re)conoce como alteridad intuye que todos somos otros y asume para sí el riesgo de los cruces y de las interferencias en el encuentro (cada vez fortuito) de un nosotros; inclusive sin tener atisbo alguno de los múltiples e imponderables modos en que éste pudiera (o no) darse. Es que no hay lugar para la especulación cuando se está. Por el contrario, estar implica necesariamente abrazar la contingencia.

De allí que Yai Bain[1] sea el excedente del estar-en-la-selva de Lallana. Un estar que implicó la inversión de la mirada. Supuso un desplazamiento que es al mismo tiempo una ruptura de la dialéctica del mirar / ser mirado que propone (por su propio funcionamiento) el dispositivo fotográfico. Puesto en otros términos: no es la artista quien mira a los otros, sino que es ella quien es mirada e interpelada –en tanto otredad- a través de la lente.

La artista –por su parte y en ese movimiento- nos entrega un juego de espejos trizados porque lo que nos es dado a la vista es el indicio (apenas el indicio) de una transformación mucho más profunda e íntima. Es que las imágenes de la serie nos invitan a colmarlas de literatura (a postular ficciones) de lo acontecido por fuera del cuadro, entre el verdor y la frondosidad exorbitante de la selva. Nos empujan a conjeturar sobre los vínculos que allí construyó con los Abuelos Guillermo y Laureano, con las Abuelas Elida, Ercilia, Nubia, Rosa y Susana, con los Taytas  Hermógenes, Weimar, Pacheco y Norman, con Alonso, Nexar, Nubia, Robinson y Yesid. Nos inducen a preguntar(nos) por aquellos diálogos, por los intercambios y aprendizajes, por las sospechas y temores, por los momentos compartidos.

Y, finalmente, nos llevan a comprender que aún es posible lo que (en apariencias) podría ser utópico: la posibilidad de relaciones entre iguales que se reconocen y aceptan en la extremada diferencia. Quizás este haya sido el deseo de Mairé Okasiké cada vez que nos ha dejado en este mundo…

Ilze Petroni

Córdoba, octubre de 2016.

[1] “Gente Jaguar” en lengua siona.